¿Se viene el fin del mundo?

Lucas 21,5-19.

Ciclo C, Domingo 33º durante el año

Nunca faltan diversos exaltados que, por sus altoparlantes, amenazan con la inminencia del fin del mundo.

Cuando se escribió el texto bíblico que hemos leído, el Templo de Jerusalén ya había sido destruido por los romanos, en el año 70. Para los judíos se les había venido el mundo abajo. La destrucción del Templo había sido una idea inconcebible. Fue ya casi el fin del mundo mismo. No fue sólo el edificio que se desplomó. Hasta la misma religión parecía derrumbarse. Todo fue confusión.

En ese ambiente de espera angustiosa del fin del mundo se presentaban muchos sectarios como los salvadores definitivos. Jesús alerta sobre posibles signos engañosos: se trata de falsos profetas, falsos mesías, a los que no hay que seguir. La destrucción del Templo marca el fin de una etapa de la historia, pero no es el fin mismo de la historia. El texto bíblico insiste en que el fin no vendrá inmediatamente. De este modo nos libera de la fiebre del fin del mundo que llena de miedo a mucha gente.

¿Qué significó para los judíos la destrucción del Templo de Jerusalén?

Jesús tuvo que insistir ante sus discípulos que nadie conoce el día ni la hora del fin del mundo, “sólo el Padre”. Mt.24,36.Como un ladrón, “el Hijo del hombre vendrá a la hora menos pensada.” Mt.24,44. Años más tarde San Pablo tenía que repetir lo mismo ante los fieles cristianos que se preocupaban por averiguar lo que nadie podrá saber. Todavía hoy hay sectas que pretenden tener datos sobre la fecha exacta en que el Señor pondrá fin a nuestra historia y comenzará el juicio. ¡Ni Jesús da la fecha, ni nos permite confiar en los que dicen saberla! Pero sí, nos dice cómo reaccionar ante quienes vengan a inquietarnos con la noticia de que se acerca el fin del mundo: “No se dejen engañar. … No los sigan”.

¿Qué pensar de las pretendidas fechas del fin del mundo?

La gente se sentía orgullosa del magnífico Templo que había en Jerusalén. Le hacían notar a Jesús la belleza de su construcción, el valor de los materiales y de las ofrendas votivas. Pero la respuesta del Señor cayó sobre ellos como un balde de agua fría: “No quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”. Dios no quiere que pongamos nuestra seguridad en piedras.

Jesús demuele cualquier intento de poner la seguridad y la confianza en algo de este mundo. Bastará con echar una mirada a una Historia Universal para saber que toda la vida de la humanidad sobre la tierra ha sido y sigue siendo una continua sucesión de guerras y desastres, con la inevitable consecuencia de dolor y lágrimas.

El mundo no puede ayudarnos a sentirnos seguros. Esa verdad es irrefutable. Lo experimentamos todos los días. La inseguridad es la característica de los tiempos que vivimos. Pero los antiguos no vivían mejor. Siempre hay quienes piensan que los tiempos de su generación son tan terribles que no pueden ser peores. Pero la historia va demostrando que nunca se está tan mal que no se pueda estar peor. El orden del mundo no promete seguridad al cristiano.

¿Este mundo nos puede brindar seguridad? ¿Por qué?

Nuestra única seguridad consiste en saber que estamos en manos de Dios, y esto en medio de las dificultades y hasta persecuciones de este mundo.

El verdadero cristiano molesta. Jesús dice que aun nuestros seres más queridos pueden conspirar contra nuestro compromiso cristiano, y más de una vez tratan de alejarnos de nuestra vocación y misión.

El testimonio firme, que en algunos casos llega hasta el martirio, es el camino que lleva a la Vida eterna. Los que perseveren en la fe y en el amor salvarán sus vidas, aunque les maten sus cuerpos.

¿Qué es nuestra única seguridad?

¿Cómo debemos mostrar que confiamos en Dios?

Esta perseverancia en el bien o “paciencia” hoy no goza de mucho favor. Así, hoy se aplaude: “¡vivan los novios!”. Y mañana se los aplaudirá porque ante la primera desavenencia se separan. Nada de resistir, de perseverar, de ser constante.

Unos cuantos padres, más que educar a sus hijos a ser personas resistentes ante la adversidad, pretenden educarlos para ser los eternos triunfadores, que vayan de éxito en éxito. Y así los van condenando a una eterna adolescencia, sin que puedan alcanzar jamás la madurez. Un hombre maduro enfrenta las dificultades con ojos despiertos y corazón sereno.

En nuestro ambiente hay fallas de personalidad que vienen de lejos. El varón no es siempre tan varón. Ni el católico siempre tan católico. Así, sucede con relativa frecuencia, que un hombre hoy le dice a una mujer: “te adoro, mi cielo”, y, mañana, cuando ella queda embarazada, se fuga de casa. O alguien dice hoy:”soy  buen católico”, y mañana, ante una discrepancia con el cura párroco amenaza con un “me cambio de religión”. Dice Jesús: “Gracias a la constancia salvarán sus vidas”.

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