Del tamaño de un grano de mostaza…

Lucas 17,5-10.

Ciclo C, Domingo 27º durante el año

La predicación de Jesús fue emocionante. A veces también desalentaba. Los Apóstoles piden a Jesús: “Auméntanos la fe”. Sentían asustados que no eran capaces de vivir las exigencias del Evangelio. Se dieron cuenta de que no era nada fácil no caer en la tentación de servir al dinero más que a Dios. Este punto lo hemos meditado las semanas pasadas. Al texto bíblico de hoy precede inmediatamente el deber de perdonar al hermano, aunque sea siete veces al día, es decir: siempre. Las exigencias de Jesús parecen ser superiores a nuestras fuerzas.Solamente podrá cumplirlas aquel que está profundamente arraigado en el Amor de Dios.

Los Apóstoles, ¿por qué le habrán pedido a Jesús que les aumentara la fe?

Jesús no les puede cumplir el pedido de los Apóstoles así no más. Es que no se puede aumentar la fe como se cambia la yerba en el mate. Para crecer en la fe debemos vencer primero nuestro orgullo, cosa bastante difícil. Jesús, en esta parábola, no trata el problema social de la relación entre patrón y peón, y mucho menos justifica la esclavitud. Toma este hecho de vida como comparación para dirigirse a aquéllos que están en peligro de ponerse orgullosos por su fe o por su posición. El Evangelio cuenta que los mismos Apóstoles se pelearon por los primeros puestos. En aquella ocasión Jesús les dijo: “El que quiera ser grande, que se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos.” Mc.10,43s. Jesús, con esta parábola del servidor humilde, se dirige a los Apóstoles, a los que tienen autoridad en la Iglesia, habla a todos los “grandes” y “poderosos”, a todos los que en la sociedad están “arriba”. Ya que cualquiera de nosotros de algún modo tiene más poder que otros, la enseñanza vale para todos.

¿Qué nos enseña Jesús con la parábola del servidor humilde?

Frente a las exigencias de Jesús los Apóstoles admiten que su fe es débil. Por un lado Jesús les confirma su confesión: Sí, así es. Ni siquiera es tan grande como la semilla más pequeña entonces conocida: la de mostaza. Por el otro lado, Jesús hace ver que la fe que es como un grano de mostaza, encierra infinitas posibilidades. Ella podrá hacer lo que humanamente es imposible.

Una semilla de mostaza, de un diámetro de apenas 2 milímetros, es todo lo contrario de “grande” y “fuerte”. Sin embargo, lleva dentro de sí la esperanza de crecer, hasta llegar a ser un árbol, fuerte y frondoso, que florece y da mucho fruto. Para que todo esto suceda, la semilla tiene que caer en la tierra y morirse, si no, quedaría sola. Pero si está dispuesta a morirse a sí misma, la tierra despertará y desarrollará la vida escondida en ese pequeño grano. Lo mismo sucede con nosotros y Dios. No son decisivos el tamaño y la fuerza, ni la posición social, ni triunfos y éxitos. Lo decisivo es si sabemos morir a nosotros mismos y confiar en el poder de Dios. Si tenemos confianza en Dios, aunque nuestra fe sea débil, lo que es imposible para nosotros es posible para Dios.

¿Qué nos enseña Jesús comparando la fe con un grano de mostaza?

No caigamos en la actitud ridícula de algunos que para probar la fe exigen cosas sensacionales como trasladar árboles por el aire y plantarlos en el mar. Si entendemos bien las palabras del Evangelio, Jesús nos enseña, con el ejemplo de la morera, que gracias al don de la fe en Dios, somos capaces de realizar cosas tan asombrosas como es servir a Dios más que al dinero, o como es el perdonar a nuestro hermano todas sus ofensas, y mantenernos en actitud de perdón. Esto es mucho más milagroso que transplantar un árbol o trasladar montañas. San Pablo aclara: “Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.” 1Cor.13,2. 

La fe en Dios, ¿qué milagros ante todo es capaz de hacer?

Es lógico que cuando nos damos cuenta de que gracias a la fe podemos realizar cosas asombrosas, experimentemos la tentación de creernos más de lo que somos. No hay nada peor que la arrogancia del que se cree virtuoso y hace ostentación de su religiosidad. Es por eso que Jesús, después de haber dicho lo que puede hacer una persona gracias a la fe, nos explica que todo eso se debe vivir con un espíritu de profunda humildad.

Dios no puede ser jamás nuestro deudor, por más que hayamos intentado cumplir hasta el final sus mandatos. Frente a Dios somos como esclavos. No tenemos nada propio. Todo lo que somos y tenemos es de Dios. Todo lo que hacemos se lo debemos a Él, ya que nos da la vida y las posibilidades de obrar. Así es que Dios no tiene por qué estar agradecido a nosotros. No caigamos en el error de los fariseos que pensaban poder presentar la cuenta a Dios por sus buenas obras que habían hecho. El discípulo de Jesús, en el mejor de los casos, no ha hecho más que cumplir con su deber.

¿Por qué jamás tendremos méritos suficientes para exigirle a Dios una recompensa?

Si bien es cierto que ante Dios somos como esclavos, Jesús nos dice: “Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre.” Jn.15,15. Amigo es el que ayuda al otro sin hablar de premio o recompensa. Igualmente, más que esclavos somos hijos de Dios. Y Dios es nuestro Padre. No es un comerciante con nosotros, sus hijos. No nos quiere vender nada. Nos quiere regalar todo. Él sabe muy bien lo que necesitamos. Buscando su Reino, recibiremos todo lo demás por añadidura. Pero para eso Dios Padre necesita nuestras manos vacías, nuestra pobreza. Pues solamente manos vacías pueden recibir los regalos que Él nos quiere dar.

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